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Lorenzo Luengo
Lorenzo Luengo (Madrid, 1974) es autor de varias novelas, artículos y ediciones críticas. Sus relatos, publicados en numerosas antologías y revistas especializadas, han obtenido medio centenar de galardones.
Su primera novela recibió el Premio José Luis Cano (2002), y no tardó en recabar la atención de la crítica por la originalidad del planteamiento narrativo y la calidad poética de su prosa. Siguió a esta obra la publicación de los Diarios de Lord Byron (2008), fruto de más de cinco años de investigación y estudio de las cartas, apuntes biográficos y notas personales del poeta inglés: una “edición ejemplar” (ABC)
Después aparecieron las novelas El quinto peregrino (2009), Premio Juan March Cencillo, y Amerika (2009), por la que recibió el XIV Premio Ateneo Joven de Sevilla. La crítica calificó esta obra de “fantasmagórica y lúcida novela-pastiche que combina intriga, delirio y un sofisticado sentido del juego” (Diario de León), “epopeya fantástica repleta de misterios y secretos” (Qué Leer), “novela redonda” (El Comercio) y “obra maestra” (El Correo Gallego).
Cuatro años después obtuvo el XLV Premio Ateneo de Sevilla con la novela Abaddon (2013), dijeron de ella: “una experiencia lectora muy poco convencional” (Leer), “una caja de resonancias metafísicas” (Diario de León) o “un ejercicio de virtuosismo verbal que lleva la disciplina narrativa prodigiosamente cerca de la física cuántica. Un experimento casi sobrenatural que sitúa esta obra a la vanguardia de la literatura contemporánea” (El Correo Gallego).
Su último libro publicado es la colección de relatos El satanismo contado a los niños (2014), “una obra magnífica de un prosista diferente que alcanza instantes deslumbrantes. Las palabras trepan y se hacen lianas de una selva en eterno crecimiento, en el río inmenso de su prosa” (Diario de Córdoba).
English
(Madrid, 1974) has written various novels, articles and critical editions. His short stories, published in numerous anthologies and literary magazines, have received fifty awards.
His first novel won the José Luis Cano Prize (2002) and in no time caught the attention of the critics for its originality and narrative approach and the poetic quality of its prose. He followed this with the Diarios de Lord Byron (2008), the fuir of more than five years of investigation and studies the letters, biographical and personal notes of the English poet: an “outstanding edition” (ABC).
Later appeared the novels El quinto peregrino (“The fifth pilgrim”) (2009), Juan March Cencillo Award, and America (“Amerika”) (2009), for which he received the award XIV Premio Ateneo Joven de Sevilla. The critics described his work as a “phantasmagorical and lucid pastiche-novel that combines intrigue, delirium and a sophisticated sense of play” (Diario de León), a “fantastic epic full of mysteries and secrets” (Qué Leer), a “perfect novel” (El Comercio) and a “masterpiece” (El Correo Gallego).
Four years later he received the award XLV Premio Ateneo de Sevilla with the novel Abaddon “Abaddon”) (2013), of which was said: “a very unconventional reading experience” (Leer), “a box of metaphysical resonances” (Diario de León) and “an exercise in verbal virtuosity that brings narrative discipline prodigiously close to quantum physics. An almost supernatural experiment that places this work at the forefront of contemporary literature” (El Correo Gallego).
His lastest book is the collection of short stories El satanismo contado a los niños (“Satanism told to children”) (2014), “a magnificent work of an original writer who reaches dazzling moments. Words rise to become vines in a forest eternally growing in the immense river of its prose” (Diario de Córdoba).
Premios
Premio José Luis Cano con Diarios de Lord Byron (2008)
Premio Juan March Cencillo con El quinto peregrino (2009)
XIV Premio Ateneo Joven de Sevilla con Amerika (2009)
XLV Premio Ateneo de Sevilla con la novela Abaddon (2013)
Lorenzo Luengo por Lorenzo Luengo
Creo que todos nosotros, si pudiéramos echar la vista atrás y remontarnos hasta el último filón de la memoria —abriéndonos paso entre estos maravillosos fantasmas: los fulgores de la experiencia y de los sueños—, llegaríamos a ser temblorosos testigos de la misma visión: una oscuridad palpitante, posiblemente turbadora, pero colmada con la esperanza de la vida futura. Esta oscuridad la compartimos con todos y cada uno de los seres que nos rodean: el gatito que nace puede pasar desapercibido a la historia, pero la gesta de su creación responde al mismo principio (la misma tormenta de átomos y partículas, los mismos tsunamis) que arranca de las sombras a sus hermanos mayores en el reino animal. También, de hecho, la compartimos con el propio Universo. Si los planetas, si los cuásares, si las estriadas colmenas de gas que humean entre titilantes astros, vivos y muertos, en las noches del hombre de hoy o en las de un griego antiguo… si todo eso pudiera remontarse a su origen y recordar el pavoroso lugar del que procede, ¿qué es lo que vería? La misma oscuridad que nosotros, vibrando y zumbando como una multitud de abejas, en su expectación y su angustia cuántica. Aguardando su división y su mutilación en radiantes y prodigiosas ecuaciones de luz.
En cierto modo, el recolector de esos destellos de pasado que demostrarían circunstancialmente su presencia en la textura de la historia puede sentirse justificado al considerar que esa no es la experiencia que importa recordar, porque, a decir verdad, allí no hay experiencia: lo que hay es un sordo rugir, un embotamiento, un dolor centrífugo (y con suerte un latido, como el que sentimos en una herida abierta), pero no tiene constancia del abrumado cerebro fetal que recoge toda esa ansiedad y ahorma con ella las células de su carácter. Considerará entonces, a la manera en que su parte de reptil comprende inmediatamente la relación entre el árbol y su sombra, que la ausencia de una noción es ya una verdad por sí misma, y desviará rápidamente la mirada de cualquier breve pálpito de luz que pueda contribuir a la destrucción de su aún vacilante certeza. Pero si esa es realmente la opinión general, sólo puedo lamentarme una vez más por las pobres convicciones de la unanimidad y del sentir común. Pese a los inciertos atisbos que tengamos de ella, creo firmemente que nuestra experiencia histórica se forja sobre el recuerdo de nuestra vida larvaria en la oscuridad amniótica, y que la capacidad que nos asiste para arrancarle a la existencia sus más definidas y ocultas perlas de luz se decide en la influencia que han ejercido sobre nosotros esas primeras y misteriosas sombras. Naturalmente, no llegaré al extremo de negar la importancia todavía mayor que tiene nuestra existencia bípeda sobre el cimiento sólido del universo. Pero olvidarnos de esta vida anterior es olvidar una parte —épica y trágica— de nuestra historia. Hemos sido sucesivamente un centelleante y fugaz renacuajo, un indefenso embrión, un encorvado garabato (un 9, o un 6) de inútiles ojos hinchados, que percibían aterrados en una primitiva fase REM el fosfórico fogonazo de cuanto ocurría a su alrededor y las descargas de su propio crecimiento. Hemos hecho rechinar las encías henchidas de glandular savia al sentir el tortuoso estallido de un basto apéndice o de un cartílago. (Y puedo imaginar demasiado bien, créanme, la insoportable tortura que desencadenó la forja de una rótula o la labrada circunvolución de una oreja.) Hemos sido cada nervio que surtía un eléctrico retorcimiento a cada blando miembro, y el abismo de ciego espanto al que cada nuevo estertor nos confrontaba cuando aún no teníamos insertada en nuestro ojo la intuitiva pero formidable comprensión de la lágrima. Hemos sido la primera certeza de la vida: el dolor de ser, de surgir materialmente y conformar esta porción de algo entre los pliegues y brumas del no-ser. ¿De verdad alguien cree que hemos podido olvidar todo eso?
Permítanme que lo dude. Es posible que el recuerdo de nuestra historia cigótica resulte tan borroso como lo que nos aguarda al otro lado de la corrugación de todas nuestras células, pero no es menos cierto que sabemos incalculablemente más de cuanto ocurre a babor y estribor del primer paréntesis de nuestra vida que de lo que tiene lugar más allá de su aparente cierre… y aquí debo precisar que me importa tan poco el momento cronológico en que sobreviene el despertar de nuestra consciencia como la posibilidad de que algún día un barbudo mitológico acuda a dar la bienvenida a nuestro aterido fantasma. Al margen del instante en que por fin sabemos que somos, existe un instante anterior, o, mejor dicho, una sucesión de instantes, en que al menos sabemos una cosa: existir duele. Y eso, tanto para el gato del primer párrafo como para la larva que fuimos, es ya un conocimiento bastante exacto y profundo del ser. Muchas veces, para tratar de hacerme una idea, por remota que sea, de aquello que fui en los primeros atisbos de la carne, me debato en el ejercicio de rememorar la emersión durante la infancia de los dientes deciduos. Sí, pensemos en todo ese dolor: las mandíbulas que se abren para dar entrada a un nuevo hueso, que fragua su propia cavidad en la blanda encía, que desgarra sus tejidos para distribuir la menuda y cruel dentadura del niño. Pensemos en ese dolor, cuando sólo contamos unos pocos meses. Pero si la experiencia de la dentición resultaría insoportable para un adulto, la invocación de nuevos órganos y temblorosos miembros en lo que no es sino un sensible tejido no debe de ser muy diferente del horror de la mutilación a manos de un organizado e imaginativo verdugo… salvo que es fácil presentir una distancia cósmica entre la pérdida de algo ya existente y la pugna de cuanto debe crecer, encajar, desencajar y empujar en regiones de microscópica delicadeza por conquistar su espacio. Creo, en realidad, que es su falta de referencias acerca del origen y la necesidad de ese dolor lo que evita en la mayoría de los casos que el futuro ser detenga su gestación en el big bang de un ojo o en el retorcimiento de la primera tibia. Y lo creo con la misma convicción con la que he llegado a pensar que ciertas malformaciones (dos solitarios dedos pegados entre sí, unos pies palmípedos, un miembro de menos) han sido el producto de una primigenia reacción cognitiva, de un destello de consciencia, de una hipersensibilidad embrionaria que no soportaba tanta angustia.
Sea como sea, si hay una primera verdad en esta vida es que todo lo que somos procede del dolor: el dolor, por supuesto, de las desquijaradas caderas maternas, pero también el que supone el esfuerzo de esculpirnos a nosotros mismos. Y lo que viene después no puede decirse que sea mucho mejor. Existe, ciertamente, el hiato animista de la infancia, nuestro primer descubrimiento del tiempo y de todas las fulguraciones y formas que nos anteceden —el árbol, la piedra, la luna hipnótica, el padre y la madre—, pero incluso tales aventuras tienen lugar a costa de largos intervalos de ansiedad y llanto. Sabemos inconscientemente, no lo dudo, de la exultante y prodigiosa dicha que significa estar vivos: lo sabemos, de hecho, a una edad tan temprana, cuando nuestra mente hiperactiva compara todo el radiante colorido que somos con la ardiente y cristalina lágrima que aún recuerda que fue. Pero también nos preguntamos, mucho más conscientemente, qué infernal lugar es este, qué estamos haciendo aquí, qué espacio se espera que ocupemos entre el dolor del que procedemos y el vórtice de sombras que se arremolinan más allá de nuestro último aliento, arrastrados cada vez más aprisa por la corriente del tiempo hacia él, nuestro Gran Atractor.
Nos preguntamos qué sentido tiene todo esto, y algunos, para colmo, nos obstinamos en dejar nuestras pobres respuestas por escrito. De algún modo, comprendemos que el único sentido que tiene la vida es buscar en el recuerdo y la experiencia una verdad artística, acercarnos al punto más iluminado de la ladera que escalamos con manos magulladas y uñas sangrantes y labrar cuanto vemos sobre la azulada cuadrícula donde hormiguea, aterida y esperanzada, nuestra letra de niño.
Y a veces, muchas veces, nos decimos: ¿para qué, para quién?
Continúa siendo un misterio.
Obras
-
El dios de nuestro siglo
libros, Lorenzo LuengoDaniella Mendes, una joven detective, investiga la desaparición de tres niños en una ciudad de clase alta estadounidense, donde las familias viven de espaldas a las tensiones raciales que comienzan a socavar las poblaciones periféricas. Entre largas noches de insomnio, sufriendo los rigores de su inoportuno embarazo y de la peor ola de calor del siglo, Daniella indaga en el entorno más cercano de los tres pequeños en busca de pistas que la lleven a resolver el caso, sin sospechar lo que se esconde bajo una superficie de aparente normalidad.
El dios de nuestro siglo es la mentira, que protege nuestra identidad, sostiene la vida en común y da cuerpo a un thriller psicológico que refleja el lado más oscuro de la sociedad actual, una original novela policial que desmonta los principios morales sobre los que se asienta la vida de una comunidad que se descubre incapaz de proteger a aquellos que en teoría encarnan la pureza y el bien.
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